Todos los días iba a la orilla del río. Llevaba con ella una pequeña cesta que contenía siempre lo mismo; un libro, un cuaderno de hojas blancas, un lápiz, una pequeña radio de pilas, una navaja y una pequeña manta escocesa.
Después de desayunar cogía la mencionada cesta de mimbre y emprendía el camino hacia el río. El trayecto, como de unos veinte minutos, le resultaba placentero. El final del camino merecía la pena.
Cuando llegaba al sendero que conducía al río, su corazón latía fuertemente de emoción. Bajaba una pequeña pendiente que entrañaba gran dificultad, ya que tenía que lidiar con los enormes bloques de cemento que marcan el cauce del río. Una vez bajada la pendiente, abría su cesta y desplegaba la mantita de cuadros sobre un bloque. No un bloque, para ella era " el bloque ". Le hacía las veces de trono ya que estaba colocado de forma horizontal, sobresalía un poco sobre el río. Como un pequeño y austero balcón. Desplegada la manta, se sentaba con las piernas hacia un lado, sacaba la radio, sintonizaba su emisora favorita y dejaba que las ensoñaciones llegaran a ella.
Tales ensoñaciones las canalizaba en su cuaderno de hojas en blanco, o escribiendo o dibujando. Otras veces, las letras que fluían del libro que en ese momento estaba leyendo, potenciaban las ensoñaciones mencionadas, con las historias que en él se narraban. Grandes viajes, grandes amores, grandes descubrimientos, grandes personajes, grandes sufrimientos, grandes alegrías, grandes esperanzas. Así pasaba las mañanas. También algunas tardes. En esas tardes, no llevaba nada consigo, simplemente se sentaba a ver cómo pasaban las bandadas de cormoranes, cómo las garzas abandonaban sus puestos en la orilla y emprendían el vuelo. Aunque al atardecer ansiaba ver sobre todo a la pareja de martines pescadores que paseaban alegres y juguetones su azulado plumaje a ras del agua. Esto ocurría en invierno.
Ella intentaba que esas mañanas y tardes fueran las máximas posibles.
Un día, después de guardar sus enseres en la cesta, miró a la otra orilla y vio cómo un moreno joven le observaba. El no se inmutó ante la evidencia de que el objeto de sus miradas le sorprendiera. La otra orilla del río estaba lo suficientemente lejana como para que ellos no pudieran distinguir sus respectivas expresiones faciales. La de ella de sorpresa. La de él de timidez.
Al día siguiente ella se dirigió al río como siempre pero con un sentimiento añadido, el de expectación. ¿Estaría otra vez ese joven? ,¿desde cuando se dedicaba a espiarla? ¿fue sólo un hecho puntal?.
Llegó al río, llevo a cabo su rutina de siempre. Después de largo rato leyendo, levantó la mirada hacia la otra orilla, y allí estaba él, con un libro entre sus manos sentado en la hierba junto a su setter pelirrojo. No leía, la miraba a ella. Ella se turbó un poco y se sonrojó, pero lo que sintió no fue desagradable.
A partir de entonces todas las ensoñaciones de la joven a orillas del río iban dirigidas en un mismo sentido. Se dirigían hacia él. Buscaba mil razones y motivos para la conducta de tan atrevido y descarado joven. Intentaba imaginar cuál sería su nombre. Cuál sería su edad. Cuál sería el titulo del libro que tenía siempre entre las manos y que nunca leía. Cual era el motivo de que él acudiera al río como ella, un día tras otro. Cómo serían de cerca esas facciones que ella apenas vislumbraba desde su orilla.
Pasaban los días y durante ésta mutua contemplación silenciosa a ella le embargaba un plácido y cálido letargo. No era desagradable en absoluto. En el fondo no le resultaba extraño el joven, no le resultaba amenazante ni brusco. Empezó a estar enamorada de estos momentos diarios de contemplación, ensoñación y elucubración.
De pronto el joven dejó de acudir al río. Para ella el ritual de acudir al río dejó de perder el interés que había adquirido a lo largo de los años. Le culpaba a él en su fuero interno por haber invadido ese momento diario de intimidad y evasión.
Aún así se acercaba al río cada día para ver si estaba él. No estaba. Se iba a casa cabizbaja.
Un día, en ese tanteo que se había convertido en su nueva rutina descubrió después de un tremendo susto, que en mitad del sendero, antes de llegar al río, había un perro. Conforme se acercaba, distinguió la raza. Era un setter irlandés, pelirrojo. El corazón le latía muy fuerte. Llegó al río y allí estaba él, sentado en el bloque junto al río en el que ella tantas veces había soñado. El joven se giró esbozando una tierna y amplia sonrisa. Ella no pudo evitar sonreir también.
No aguantó más contemplación, él había ido a buscarla.