Aquél café era el lugar preferido de Teresa. Era un sitio
cálido, con una barra de oscura madera nada más entrar a la
derecha. En el lado opuesto se encontraba la enorme biblioteca.
Estaba compuesta por infinidad de libros de todos los tamaños,
colores y contenidos. La condición para entrar en aquel lugar era
donar un libro, con una dedicatoria dentro. Así, la biblioteca del
café sería de todos, habría algo de cada uno en ella y en eso
precisamente, residía su encanto.
Al fondo del local estaban los sillones para sentarse a leer
acompañado de una bebida caliente. Eran sofás mullidos, que
aceptaban el peso de tu cuerpo en un cálido abrazo. Eran todos color
verde botella y hacían un juego perfecto con la moqueta color
salmón. Cubría todo el suelo, amortiguando así los pasos de la
gente evitando turbar las lecturas de los clientes. Las paredes
estaban empapeladas, así que los sencillos estampados de éstas y
las luces indirectas, hacían del café un lugar muy cálido y
confortable.
El lugar más codiciado del café estaba al fondo en una
esquina, donde un diván de terciopelo granate con un cojín a juego
invitaba a sentarse en soledad, un poco más alejado del gentío.
Para completar esta cálida atmósfera, el aroma del café,
del té y del chocolate se mezclaban para deleite de los clientes.
Teresa encontró el lugar por casualidad. El primer día que
topó con él no pudo entrar ya que no llevaba encima ningún libro
que donar para la biblioteca.
En cuanto pudo volvió con el libro que debía dejar en la
biblioteca del café. El libro que donó fue “ La historia
interminable” de Michael Ende. Era un libro que había marcado su
infancia. La dedicatoria que escribió decía así: “ Para que cada
uno sea protagonista de su propio cuento”.
Desde entonces iba todos los sábados por la tarde al café.
Se sentaba allí con un libro y pedía un chocolate caliente. Pasaba
así horas y el día que conseguía para ella el diván de terciopelo
granate se sentía muy afortunada.Normalmente estaba sola, pero de
vez en cuando, cuando le tocaba compartir sillón, acababa por
charlar con el compañero de lectura. Eran tertulias muy agradables.
Intercambiaban sugerencias literarias, se contaban sus respectivas
vidas, debatían sobre el tema que surgiera...
Un sábado Teresa estaba en el café, pero ese día no había
podido conseguir el diván para ella. Estaba cómodamente incrustada
en los almohadones de uno de los sofás verdes. Aquel día estaba
leyendo “ Hijas y esposas” de Elisabeth Gaskell, cuando vio
entrar por la puerta a una chica joven, de unos veintiocho años. Su
piel era muy blanca, pero de un aspecto muy saludable. Era delgada,
con un cuello muy elegante, su pelo era negro y ondulado y lo llevaba
recogido en un moño. Iba vestida con mucha sencillez. Era de una
belleza limpia y clásica.
A Teresa le resultaba muy familiar, sintió que la conocía
de toda la vida cuando se cruzaron sus miradas y ella le dirigió una
tímida sonrisa. La misteriosa extraña parecía que era la primera
vez que iba al café, ya que llevaba un viejo libro ricamente
encuadernado que depositó en una de las estanterías de la
biblioteca del café. Teresa devolvió su atención al libro que
tenía en las piernas aunque pasó varios minutos en la misma página.
La extraña había pedido un té en la barra y se dirigió
hacia la zona de los sillones. Para sorpresa de Teresa ocupó el
sitio que había a su lado. Nuestra protagonista intentó disimular
su turbación e intentó concentrarse en el libro pero en vano, no
podía dejar de pensar por qué le resultaba tan familiar aquella
chica. Teresa leía y la extraña escribía con su pluma de color
amarillo en una libreta de hojas en blanco.
Llevaban así largo rato cuando entró en el local un señor
de unos cincuenta años. Era alto, lucía con gesto duro una frondosa
barba, que hacía in cómico contraste con sus pronunciadas entradas.
Teresa se exaltó al verle y tuvo que contenerse para no correr a
darle un abrazo. Sintió que era un viejo conocido al que hacía
mucho tiempo que no veía. El señor tenía un buen porte y vestía
un traje marrón, elegante pero algo avejentado.
También era la primera vez que estaba allí ya que depositó
un grueso libro en la biblioteca. Después se sentó en una butaca
que estaba al lado de Teresa. Cuando se sentó saludó educadamente a
Teresa y a la extraña. Abrió por la primera página un libro que
había cogido al azar de la biblioteca. Después de largo rato,
Teresa no pudo contenerse más y les pregunto a los extraños si era
posible que pudiera conocerlos de algo. Ambos coincidieron en la
familiar sensación que les había provocado el ver a Teresa, pero no
llegaron a descubrir de qué se conocían. Aunque la audacia de
Teresa sirvió para que los tres entablaran una amena e interesante
conversación.
Hablaron de tenas banales, de nimiedades, pero también
hablaron de temas profundos, de cuestiones existenciales. En algunas
cosas diferían unos de otros, en otras coincidían, se creaban
debates de lo más interesantes. Después de mucho hablar empezaron a
hablar de literatura. Los tres coincidían en su amor por los
clásicos. Daban importancia al hecho de conocerlos, por cultura y
por forjarse una buena base como lector y crítico.
Teresa estaba eufórica, ¡ qué a gusto se sentía! No podía
explicar lo que pasaba por su mente. Sentía una extraña pero
agradabilísima sensación. Parecía como si supiera qué iba a decir
cada uno de sus nuevos amigos en cada momento.Después de dos horas
de conversación los extraños se fueron, despidiéndose
calurosamente de Teresa y agradeciéndole la agradable tarde.
Cuando Teresa se quedó sola repasó mentalmente la tertulia
con sus nuevos viejos amigos.Curiosamente no les había preguntado
sus nombres, pero pensó que eso no importaba. Quiso quedarse con la
sensación que cada uno le había dejado. Él le pareció un hombre
extraordinariamente culto. Era algo nervioso y muy apasionado en sus
explicaciones. Su ronca voz daba gravedad a todo lo que decía.
Teresa pensó que era una persona a la que le había tocado sufrir en
la vida, parecía alguien atormentado en busca de un poco de paz. Era
un intelectual luchando por la justicia con su intelecto como arma.
Ella le pareció una persona muy sencilla, con una moral muy recta y
reflexionada. Hacía un encantador empleo de la ironía. También
ella era apasionada, pero sus finas maneras transmitían mucha
tranquilidad. Creyó ver en ella un espíritu libre, libre de
cualquier convención social. Le pareció encantadora.
Con estas reflexiones sobre ellos, Teresa se preguntó qué
pensarían ellos de ella y si comenzarían a ser asiduos del “ Café
del Diván”. Estaba ansiosa por volver a estar con ellos y dejó
volar la imaginación.
De pronto se acordó de que ambos habían donado ese día sus
libros de admisión al café. Ella recordó cómo eran los libros que
llevaban y más o menos en qué parte de la biblioteca estaban
colocados. Así que se levantó del sillón, encontró sin
problemas los dos libros y volvió a su sitio. Apartó la taza vacía
del chocolate caliente y los colocó sobre la mesita. Los observó
con emoción.
¡Qué casualidad! El libro de ella era “Orgullo y
Prejuicio”, de Jane Austen, uno de sus libros favoritos. El libro
grueso, el de él era “ Crimen y Castigo” de Dostoyevski, otro de
la lista de sus libros favoritos.Teresa estaba entusiasmada, ¡ qué
bella casualidad! Fue la guinda para acabar de reafirmar su simpatía
por ellos. Recordó que los libros donados debían contener una
dedicatoria firmada. Así que no le costó mucho decidirse a leerlas.
La letra de ella era clara, inclinada levemente hacia la
derecha. Estaba escrita con pluma. La caligrafía de él era más
irregular, las palabras estaban casi apelotonadas, escritas en tinta
negra. Las dos dedicatorias decían exactamente lo mismo: “ Para
Teresa, mi lectora ideal”. Estaban firmadas. Jane, firmaba ella.
Fiódor, había firmado él.
Teresa sonrió y miró hacia la puerta del café. Ya se
acordaba de qué los conocía.