En una colina, que la incesante lluvia había embarrado, estaba el árbol seco. Era muy alto y su tronco era muy grueso y estriado. Las ramas empezaban a crecer altas y se elevaban hacia el cielo, como pidiendo alas para poder volar hacia el cielo gris y desligarse del tronco y de las raíces que, aunque profundas intentaban salir de la tierra, negándose a permanecer en la oscuridad de la húmeda tierra. Los pájaros no anidaban en él desde hacía mucho tiempo, ni siquiera se posaban en él para descansar del vuelo.
Bruno sentía una especial atracción por el árbol a pesar de que nadie reparaba en él y pasaba muy desapercibido en el conjunto del paisaje. Bruno se pasaba las horas apoyado en su tronco. Desolado, triste, apático. Se identificaba con el árbol solitario, en el que nadie reparaba, sólo la fuerte lluvia y al que el viento azotaba sin ningún pudor o reparo. Sentado a los pies del árbol, que no le proporcionaba ningún cobijo ya que sus ramas estaban desnudas, pensaba, lloraba, se compadecía, envidiaba, odiaba. Su depresión le había convertido en una mancha gris. No le esperaba tras sus horas de cavilación ningún cálido hogar. La lluvia le calaba hasta el alma y la apagaba poco a poco. La esperanza se desvanecía, la lluvia también iba apagando esa llama.
Tumbado un día boca arriba bajo el árbol, vio que en una de las ramas más bajas asomaba un pequeño brote verde. Con los días el árbol se llenó de jugosos brotes de un verde casi fosforito. La lluvia cesó, la colina se secó y empezó a alfombrarse de color verde. Los brotes se convirtieron en abundantes hojas. El cielo gris se retiró cortés para dejar paso al azul luminoso y al amarillo sol. Las flores tímidas y guapas empezaron a crecer. El paisaje se llenó de color y alegría.
Bruno sólo tenía que esperar a que llegara la primavera.
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