Continúa el paseo, ésta vez en otoño. La época en la que la lluvia alimenta en vano a los árboles, las hojas ya están secas y seguirán cayendo. Nos encontramos en un claro, ahora estamos expuestos a la lluvia que cae, pero el hecho de estar mojados nos integra y nos solidariza con el entorno.
La vista que tenemos nos sugiere un mar de verde. La esponjosa hierba cubre protectora las pequeñas y suaves colinas. Bajo éstas, aún quedan pruebas de que no hace mucho tiempo los conejos hacían de ellas su hogar. Aún son visibles las oscuras y acogedoras madrigueras. El río siempre nos acompaña, discreto, a nuestra izquierda. Nos desviamos de la senda que cruza la pradera y vamos en su busca. El antiguo dique de piedra, ahí, cortado, no resistió el paso de alguna cruel riada. Si te acercas allí, el dique, como una oscura balaustrada nos regala una vista elevada sobre el río. Un lugar romántico, mágico, fantástico. Escenario de leyendas sobre princesas encantadas. No vendrá mal pararnos un rato allí para dejar que la corriente nos embauque. Mirar y oír.
Después de tan plácido descanso volvemos a la senda. Un poco más adelante recordarás atardeceres acechando becadas. Atravesaremos la pradera mirando al suelo, descubriendo si hay suerte el rastro de algún animal paseante como nosotros. Un árbol, en mitad del mar verde, muestra coqueto sus hojas amarillas, de un amarillo tan intenso que ilumina tan gris día. Al lado derecho veremos cómo imponente
se alza el dique, el moderno guardián. Las crecidas del río contra las cosechas. Cierto día venció el río con ayuda de los tejones.
Dejamos atrás la pradera, familiarmente conocida como "El Jardín de los Conejos" y volvemos a meternos en la espesura, en el abrazo verde. El juego de esquivar las zarzas es divertido. Se nos enganchan en la ropa, sólo hay que quitárselas y seguir. Lo mismo que con los problemas, es la vida misma. Avanzamos sabiendo que aún quedan mágicos lugares que admirar. Hay que estar atentos. A nuestra derecha una rama camufla la entrada a la "Charca de las Lentejas". Ya no queda rastro del agua que se filtraba del ya no tan cercano río. La visión que tenemos ante nosotros es oscura, melancólica pero deliciosa. Una hondonada cubierta por un manto de hojas secas,sobre la que unos majestuosos árboles caídos han decidido reposar, el musgo y los líquenes cubren sus cortezas vistiéndolos así de gala en tan primorosa y natural fiesta. El crujir de las hojas bajo tus pies, la mejor música.
Volvemos al camino y nos encontramos pronto una encrucijada de caminos. La hierba, que ha vendido a los cantos rodados del camino, los oculta alegre en su crecimiento, ayudada por el sol que llega a través del claro que allí se forma. El camino de la izquierda, por el que tiempo atrás habías paseado a tus anchas, ahora esta cegado por las malvadas zarzas. El camino ahora sólo es transitable para los privilegiados habitantes del Soto. Elegimos entonces el camino de la derecha. El camino es corto, empezamos al instante a notar la presencia del río porque conforme avanzamos sentimos dificultad al andar provocada por las grandes y redondeadas piedras. Nos preguntamos como habrán llegado desde el fondo del río. Pero la fuerza de un río cuando rebelde, decide no seguir el cauce es inestimable. Hacemos una pequeña curva entre jóvenes árboles y ahí, a nuestros pies se pasea tranquilo el imponente río. El Ebro, el más caudaloso de España, se digna a deslizarse coqueto por nuestro hogar. El sonido es lo mejor. El río parece quieto y tranquilo pero si cayéramos nos arrastraría veloz y furioso. El cauce ha cambiado, lo hace año tras año. La parte del cauce más cercana a la orilla se ha secado, el río ha decidido desviarse, pero el lecho está intacto, te permite evocar entrañables recuerdos. Ves la orilla contraria e imaginas cómo sería verte a ti misma desde allí. El terreno que la orilla ha ganado al río te permite estar en una península desde la que ves el río de frente venir hacia ti. Si tienes suerte verás a algún pez saltar travieso o puede que alguna garza o algún ánade levanten el vuelo enfadados contigo por haber molestado su descanso o su pesca.
¡Qué bien te sientes ahí sola! Oyendo nada más que tus pensamientos y el relajante e infantil ruido de la corriente.
Continuará...
La vista que tenemos nos sugiere un mar de verde. La esponjosa hierba cubre protectora las pequeñas y suaves colinas. Bajo éstas, aún quedan pruebas de que no hace mucho tiempo los conejos hacían de ellas su hogar. Aún son visibles las oscuras y acogedoras madrigueras. El río siempre nos acompaña, discreto, a nuestra izquierda. Nos desviamos de la senda que cruza la pradera y vamos en su busca. El antiguo dique de piedra, ahí, cortado, no resistió el paso de alguna cruel riada. Si te acercas allí, el dique, como una oscura balaustrada nos regala una vista elevada sobre el río. Un lugar romántico, mágico, fantástico. Escenario de leyendas sobre princesas encantadas. No vendrá mal pararnos un rato allí para dejar que la corriente nos embauque. Mirar y oír.
Después de tan plácido descanso volvemos a la senda. Un poco más adelante recordarás atardeceres acechando becadas. Atravesaremos la pradera mirando al suelo, descubriendo si hay suerte el rastro de algún animal paseante como nosotros. Un árbol, en mitad del mar verde, muestra coqueto sus hojas amarillas, de un amarillo tan intenso que ilumina tan gris día. Al lado derecho veremos cómo imponente
se alza el dique, el moderno guardián. Las crecidas del río contra las cosechas. Cierto día venció el río con ayuda de los tejones.
Dejamos atrás la pradera, familiarmente conocida como "El Jardín de los Conejos" y volvemos a meternos en la espesura, en el abrazo verde. El juego de esquivar las zarzas es divertido. Se nos enganchan en la ropa, sólo hay que quitárselas y seguir. Lo mismo que con los problemas, es la vida misma. Avanzamos sabiendo que aún quedan mágicos lugares que admirar. Hay que estar atentos. A nuestra derecha una rama camufla la entrada a la "Charca de las Lentejas". Ya no queda rastro del agua que se filtraba del ya no tan cercano río. La visión que tenemos ante nosotros es oscura, melancólica pero deliciosa. Una hondonada cubierta por un manto de hojas secas,sobre la que unos majestuosos árboles caídos han decidido reposar, el musgo y los líquenes cubren sus cortezas vistiéndolos así de gala en tan primorosa y natural fiesta. El crujir de las hojas bajo tus pies, la mejor música.
Volvemos al camino y nos encontramos pronto una encrucijada de caminos. La hierba, que ha vendido a los cantos rodados del camino, los oculta alegre en su crecimiento, ayudada por el sol que llega a través del claro que allí se forma. El camino de la izquierda, por el que tiempo atrás habías paseado a tus anchas, ahora esta cegado por las malvadas zarzas. El camino ahora sólo es transitable para los privilegiados habitantes del Soto. Elegimos entonces el camino de la derecha. El camino es corto, empezamos al instante a notar la presencia del río porque conforme avanzamos sentimos dificultad al andar provocada por las grandes y redondeadas piedras. Nos preguntamos como habrán llegado desde el fondo del río. Pero la fuerza de un río cuando rebelde, decide no seguir el cauce es inestimable. Hacemos una pequeña curva entre jóvenes árboles y ahí, a nuestros pies se pasea tranquilo el imponente río. El Ebro, el más caudaloso de España, se digna a deslizarse coqueto por nuestro hogar. El sonido es lo mejor. El río parece quieto y tranquilo pero si cayéramos nos arrastraría veloz y furioso. El cauce ha cambiado, lo hace año tras año. La parte del cauce más cercana a la orilla se ha secado, el río ha decidido desviarse, pero el lecho está intacto, te permite evocar entrañables recuerdos. Ves la orilla contraria e imaginas cómo sería verte a ti misma desde allí. El terreno que la orilla ha ganado al río te permite estar en una península desde la que ves el río de frente venir hacia ti. Si tienes suerte verás a algún pez saltar travieso o puede que alguna garza o algún ánade levanten el vuelo enfadados contigo por haber molestado su descanso o su pesca.
¡Qué bien te sientes ahí sola! Oyendo nada más que tus pensamientos y el relajante e infantil ruido de la corriente.
Continuará...