29 de enero de 2012

En la orilla del río.

Todos los días iba a la orilla del río. Llevaba con ella una pequeña cesta que contenía siempre lo mismo; un libro, un cuaderno de hojas blancas, un lápiz, una pequeña radio de pilas, una navaja y una pequeña manta escocesa.
Después de desayunar cogía la mencionada cesta de mimbre y emprendía el camino hacia el río. El trayecto, como de unos veinte minutos, le resultaba placentero. El final del camino merecía la pena.
Cuando llegaba al sendero que conducía al río, su corazón latía fuertemente de emoción. Bajaba una pequeña pendiente que entrañaba gran dificultad, ya que tenía que lidiar con los enormes bloques de cemento que marcan el cauce del río. Una vez bajada la pendiente, abría su cesta y desplegaba la mantita de cuadros sobre un bloque. No un bloque, para ella era " el bloque ". Le hacía las veces de trono ya que estaba colocado de forma horizontal, sobresalía un poco sobre el río. Como un pequeño y austero balcón. Desplegada la manta, se sentaba con las piernas hacia un lado, sacaba la radio, sintonizaba su emisora favorita y dejaba que las ensoñaciones llegaran a ella.
Tales ensoñaciones las canalizaba en su cuaderno de hojas en blanco, o escribiendo o dibujando. Otras veces, las letras que fluían del libro que en ese momento estaba leyendo, potenciaban las ensoñaciones mencionadas, con las historias que en él se narraban. Grandes viajes, grandes amores, grandes descubrimientos, grandes personajes, grandes sufrimientos, grandes alegrías, grandes esperanzas. Así pasaba las mañanas. También algunas tardes. En esas tardes, no llevaba nada consigo, simplemente se sentaba a ver cómo pasaban las bandadas de cormoranes, cómo las garzas abandonaban sus puestos en la orilla y emprendían el vuelo. Aunque al atardecer ansiaba ver sobre todo a la pareja de martines pescadores que paseaban alegres y juguetones su azulado plumaje a ras del agua. Esto ocurría en invierno.
Ella intentaba que esas mañanas y tardes fueran las máximas posibles.
Un día, después de guardar sus enseres en la cesta, miró a la otra orilla y vio cómo un moreno joven le observaba. El no se inmutó ante la evidencia de que el objeto de sus miradas le sorprendiera. La otra orilla del río estaba lo suficientemente lejana como para que ellos no pudieran distinguir sus respectivas expresiones faciales. La de ella de sorpresa. La de él de timidez.
Al día siguiente ella se dirigió al río como siempre pero con un sentimiento añadido, el de expectación. ¿Estaría otra vez ese joven? ,¿desde cuando se dedicaba a espiarla? ¿fue sólo un hecho puntal?.
Llegó al río, llevo a cabo su rutina de siempre. Después de largo rato leyendo, levantó la mirada hacia la otra orilla, y allí estaba él, con un libro entre sus manos sentado en la hierba junto a su setter pelirrojo. No leía, la miraba a ella. Ella se turbó un poco y se sonrojó, pero lo que sintió no fue desagradable. 
A partir de entonces todas las ensoñaciones de la joven a orillas del río iban dirigidas en un mismo sentido. Se dirigían hacia él. Buscaba mil razones y motivos para la conducta de tan atrevido y descarado joven. Intentaba imaginar cuál sería su nombre. Cuál sería su edad. Cuál sería el titulo del libro que tenía siempre entre las manos y que nunca leía. Cual era el motivo de que él acudiera al río como ella, un día tras otro. Cómo serían de cerca esas facciones que ella apenas vislumbraba desde su orilla. 
Pasaban los días y durante ésta mutua contemplación silenciosa a ella le embargaba un plácido y cálido letargo. No era desagradable en absoluto. En el fondo no le resultaba extraño el joven, no le resultaba amenazante ni brusco. Empezó a estar enamorada de estos momentos diarios de contemplación, ensoñación y elucubración.
De pronto el joven dejó de acudir al río. Para ella el ritual de acudir al río dejó de perder el interés que había adquirido a lo largo de los años. Le culpaba a él en su fuero interno por haber invadido ese momento diario de intimidad y evasión.
Aún así se acercaba al río cada día para ver si estaba él. No estaba. Se iba a casa cabizbaja.
Un día, en ese tanteo que se había convertido en su nueva rutina descubrió después de un tremendo susto, que en mitad del sendero, antes de llegar al río, había un perro. Conforme se acercaba, distinguió la raza. Era un setter irlandés, pelirrojo. El corazón le latía muy fuerte. Llegó al río y allí estaba él, sentado en el bloque junto al río en el que ella tantas veces había soñado. El joven se giró esbozando una tierna y amplia sonrisa. Ella no pudo evitar sonreir también.
No aguantó más contemplación, él había ido a buscarla.

23 de enero de 2012

Un momento muy esperado.

 Siempre había esperado ese momento. Desde pequeña. En principio parece algo muy insignificante, pero yo lo esperaba con mucha ilusión.
 Es solo un pequeño instante pero lo recordaré siempre.
 Para mí supone un gran halago, no importa de quien proceda ese pequeño gran detalle. Para mí es un homenaje a la feminidad y al romanticismo. Da igual que sea signo de amistad, de amor, de afecto, de perdón, de celebración. Da igual la intención del otro. Siempre hace ilusión. Te hace sentir importante a alguien. Aunque siempre hará más ilusión si procede de una persona muy querida. O si procede de una persona de la que esperas algo más.
 Ves al otro aproximarse vacilante, con una sonrisa nerviosa. Por fin se decide y con una caballeresca reverencia un poco teatral lo hace: te entrega una preciosa flor.
 Da igual los sentimientos que te produzca el sujeto, siempre es un momento mágico. Será mucho más inolvidable si en ese momento el corazón te latía a dos mil por hora.
 La flor ya está marchita, no así el recuerdo y la sensación que experimenté al recibir de unas varoniles manos mi primera flor.

7 de enero de 2012

Imagina. Parte 1.

Cierra los ojos.
Imagina que estás en diciembre pero el tiempo goza de la presencia continua del sol, y de la ausencia de las nubes. No hace falta un pesado abrigo, basta con una cazadora. Sales de una preciosa casita color albero. Ante ti se extiende una hectárea de verde alfalfa. Cada vez que la pises sonará crujiente. Pastando hay dos caballos, uno blanco y uno color marrón  muy brillante. Les acompaña una preciosa burrita gris. Enfilas el camino de la alameda. Álamos blancos de 80 años hacen para ti un alto túnel de ramas grises, no hay hojas. Es bonito hacer el camino mirando hacia el cielo, viendo como se inclinan las ramas formando un techo. A la izquierda una gran casa de color vino vigila en la sombra de unos altos pinos. Sigues unos metros y llegas a un camino. Te sientes alguien importante imaginando que los altos cipreses son centilenas que se cuadran ante ti,  escoltan tu paseo y velan por tu seguridad. Cuando está anocheciendo y el sol se cuela entre los cipreses, sientes que no puedes presenciar un epectáculo más bello, aunque sea algo que has visto en varias ocasiones y ya te resulta familiar. Te impacta como la primera vez. El paseo continúa y parece que se pondrá más duro. Subes una cuesta bastante empinada. Te cansa aunque sea corta, pero llegar arriba tiene su recompensa. Se extiende ante ti un camino que divide dos paisajes muy distintos, por un lado el paisaje ordenado de las piezas de cultivo, bien alineadas y delimitadas, por otro lado un soto de grandes álamos y chopos, salvaje, invadido por zarzales que a veces paran su crecimiento para dejar lugar a praderas de verdes hierbines. Obviamente te atrae más lo salvaje, nos facilitará la expedición una senda que se adentra en él. Bajamos por ella. Abandonamos lo alto del dique en el que nos encontramos dominando la vista. Nos sentimos más seguros adentrándonos en la maleza. Allí arriba estabas más expuesto. Entrar en el soto es como un momento de intimidad. Como recibir un cálido abrazo tras unas amargas lágrimas. Te sientes seguro y lejos del mundo. Sigues el camino, a la izquierda una pradera de altas hierbas, les da el sol y te dan ganas de tirarte a dormir, a la derecha el muro que forma el camino que hace las veces de dique ante posibles riadas. Poco  a poco el soto empieza a hacerse más frondoso. Si conoces bien el lugar sabrás que si te desvías del camino y te diriges a la izquierda encontrarás una puerta natural que forman los árboles que da a una especie de "sala de baile", cuya pista es la jugosa hierba y cuyos bailarines son jóvenes y delgados árboles. Vuelves al camino y la cosa de pone un poco complicada. El camino es muy estrecho y las zarzas no hacen el camino fácil. No hay mucha libertad de movimiento pero te sientes como un aventurero sorteando alguna zarza rebelde que intenta bloquearte el paso. Detrás del camino de zarzas se elevan altísmos álamos blancos y algun que otro chopo. Todos ellos salvajes. La hiedra silvestre viste de gala algunos de ellos,casi hasta sus copas. De vez encuando y si estás atento verás pequeñas sendas que se han formado por el paso de animales que consideran ese soto su territorio. Desde zorros hasta jabalíes habrán pasado por ahi, hace mucho tiempo o hace poco, en el momento que huían de ti tras olerte. Otra pequeña y deliciosa desviación del camino. Antes de llegar a una rama cortada que obstruía el camino, vete hacia la izquierda, trepa pequeño dique y llega a un balcón sobre el río, hogar de un cedro que debido a su privilegiada posición crece verde y frondoso. Si tienes suerte verás como saldrá volando una blanquísima garceta a la que has interrumpido su letargo en la orilla del río. Después de contemplar tan genial espectáculo vuelves al camino principal y continuas la lucha con la zarzas rebeldes y contemplas lo magnífico que puede llegar a ser el desorden; las zarzas, la hierba, los árboles, la hiedra. Todo está desordenada pero forma un paisaje maravilloso. El camino recorrido te ha resultado un poco oscuro por la frondosidad de la vegetacíón pero para nada desagradable. La frondosidad, de pronto, deja paso a una pradera con pequeñas colinas cubiertas de hierba. Consecuencia de una antigua riada son unos cantos rodados que el agua desplazó desde el curso del río hasta esa pradera. Te sientes bien teniendo una visión más extensa de lo que te rodea.

Continuará...