19 de noviembre de 2012

Imagina. Parte 2.

   Continúa el paseo, ésta vez en otoño. La época en la que la lluvia alimenta en vano a los árboles, las hojas ya están secas y seguirán cayendo. Nos encontramos en un claro, ahora estamos expuestos a la lluvia que cae, pero el hecho de estar mojados nos integra y nos solidariza con el entorno.
    La vista que tenemos nos sugiere un mar de verde. La esponjosa hierba cubre protectora las pequeñas y suaves colinas. Bajo éstas, aún quedan pruebas de que no hace mucho tiempo los conejos hacían de ellas su hogar. Aún son visibles las oscuras y acogedoras madrigueras. El río siempre nos acompaña, discreto, a nuestra izquierda. Nos desviamos de la senda que cruza la pradera y vamos en su busca. El antiguo dique de piedra, ahí, cortado, no resistió el paso de alguna cruel riada. Si te acercas allí, el dique, como una oscura balaustrada nos regala una vista elevada sobre el río. Un lugar romántico, mágico, fantástico. Escenario de leyendas sobre princesas encantadas. No vendrá mal pararnos un rato allí para dejar que la corriente nos embauque. Mirar y oír.
    Después de tan plácido descanso volvemos a la senda. Un poco más adelante recordarás atardeceres acechando becadas. Atravesaremos la pradera mirando al suelo, descubriendo si hay suerte el rastro de algún animal paseante como nosotros. Un árbol, en mitad del mar verde, muestra coqueto sus hojas amarillas, de un amarillo tan intenso que ilumina tan gris día. Al lado derecho veremos cómo imponente
se alza el dique, el moderno guardián. Las crecidas del río contra las cosechas. Cierto día venció el río con ayuda de los tejones.
    Dejamos atrás la pradera, familiarmente conocida como "El Jardín de los Conejos" y volvemos a meternos en la espesura, en el abrazo verde. El juego de esquivar las zarzas es divertido. Se nos enganchan en la ropa, sólo hay que quitárselas y seguir. Lo mismo que con los problemas, es la vida misma. Avanzamos sabiendo que aún quedan mágicos lugares que admirar. Hay que estar atentos. A nuestra derecha una rama camufla la entrada a la "Charca de las Lentejas". Ya no queda rastro del agua que se filtraba del ya no tan cercano río. La visión que tenemos ante nosotros es oscura, melancólica pero deliciosa. Una hondonada cubierta por un manto de hojas secas,sobre la que unos majestuosos árboles caídos han decidido reposar, el musgo y los líquenes cubren sus cortezas vistiéndolos así de gala en tan primorosa y natural fiesta. El crujir de las hojas bajo tus pies, la mejor música.
    Volvemos al camino y nos encontramos pronto una encrucijada de caminos. La hierba, que ha vendido a los cantos rodados del camino, los oculta alegre en su crecimiento, ayudada por el sol que llega a través del claro que allí se forma. El camino de la izquierda, por el que tiempo atrás habías paseado a tus anchas, ahora esta cegado por las malvadas zarzas. El camino ahora sólo es transitable para los privilegiados habitantes del Soto. Elegimos entonces el camino de la derecha. El camino es corto, empezamos al instante a notar la presencia del río porque conforme avanzamos sentimos dificultad al andar provocada por las grandes y redondeadas piedras. Nos preguntamos como habrán llegado desde el fondo del río. Pero la fuerza de un río cuando rebelde, decide no seguir el cauce es inestimable. Hacemos una pequeña curva entre jóvenes árboles y ahí, a nuestros pies se pasea tranquilo el imponente río. El Ebro, el más caudaloso de España, se digna a deslizarse coqueto por nuestro hogar. El sonido es lo mejor. El río parece quieto y tranquilo pero si cayéramos nos arrastraría veloz y furioso. El cauce ha cambiado, lo hace año tras año. La parte del cauce más cercana a la orilla se ha secado, el río ha decidido desviarse, pero el lecho está intacto, te permite evocar entrañables recuerdos. Ves la orilla contraria e imaginas cómo sería verte a ti misma desde allí. El terreno que la orilla ha ganado al río te permite estar en una península desde la que ves el río de frente venir hacia ti. Si tienes suerte verás a algún pez saltar travieso o puede que alguna garza o algún ánade levanten el vuelo enfadados contigo por haber molestado su descanso o su pesca.
    ¡Qué bien te sientes ahí sola! Oyendo nada más que tus pensamientos y el relajante e infantil ruido de la corriente.
    Continuará...

15 de noviembre de 2012

El calor del fuego.

     Las gotas de lluvia hacían sonar los cristales. La ventana estaba medio abierta, se levantó a cerrarla. Volvió a sentarse en su butaca, la que tenía el tapizado del brazo derecho gastado de apoyar el codo, que normalmente aguantaba el peso de un libro. La chimenea crepitaba alegre, el calor le invadía gustosamente. Esta vez tenía el libro cerrado sobre las piernas. Después de volver a sentarse se había quedado ensimismada mirando el fuego. En cada transformación de las llama veía diferentes cosas. El hipnotizador fuego estimulaba sus pensamientos que aunque estaban perdidos, quedarían para siempre guardados en algún rincón de su memoria. La placidez del momento hizo que los segundos parecieran días. No quería dejar de mirar el fuego, le daba miedo que alejar los ojos de él supusiera perder esa sensación tan cálida, tan única. Pensaba en no dejar de pensar pero a la vez, por un carril rápido de su mente volaban miles de pequeñas reflexiones, profundas y vanas. De su plácido letargo salió de pronto al recordar que había metido en el horno hacía rato un bizcocho. Con el corazón latiendo fuertemente se levantó y llegó a la cocina. El bizcocho se había carbonizado.
         El calor del fuego que le había proporcionado tan agradable letargo, le había dejado sin merienda.

14 de noviembre de 2012

Finales y comienzos.

     Ramón era uno de esos hombres que forman parte del mar. Había nacido cerca de él. Nunca había ido tan lejos como para dejar de ver el metalizado mar. Tenía una estrecha relación con el mar, crecíó jugando con la húmeda arena, observaba cómo año tras año la huella de sus pies sobre la arena era cada vez más grande, su casa llevaba muchos años vigilando atenta el vaivén de la marea, el viento salado se había llevado muchos de sus pensamientos y sueños.
      La costa era irregular. Las zonas de playa le invitaban al paseo meditabundo. Las zonas de escarpados acantilados le invitaban a la aventura. El casi continuo cielo gris era para él la mejor manta para aquellos azules y verdosos paisajes. El entorno había hecho de Ramón un hombre rudo, curtido, de carácter tímido pero muy apasionado. Era un pensador de mar abierto, de tempestad y oleaje. Tenía un pequeño barco pesquero cuyo nombre era "Begoña", con él se había ganado modestamente la vida. Antes de que amaneciera salía a pescar. Volvía pronto a casa después de vender el pescado y siempre encontraba a Begoña enfrascada en las tareas del hogar. Su desayuno estaba puesto en la mesita de la cocina, la que daba al pequeño jardín que tenía como fondo el océano. El café solo era su adicción, las austeras tostadas con mantequilla le encantaban. Begoña las preparaba para él amorosamente día tras día. Había conocido a su mujer muy joven y poco tardaron en casarse. Quererse había sido inevitable, como pasear descalzo por la playa y probar la temperatura del mar con los pies aunque haga frío.
       Fumar en pipa era parte de su personalidad, de su estilo de vida. Empezó a fumar desde joven, conservaba la pipa que su padre le regaló poco antes de irse para siempre. Era valiosa, estaba tallada con madera de brezo. Siempre la tenía reluciente ( dentro de lo que le permitía la vejez de la misma), después de fumar la limpiaba con mucho esmero. Aunque casi siempre la llevaba en la boca, en el lado derecho. Había marcado la boquilla con sus muelas tras años fumando. La pipa hacía conjunto con su espesa barba, con los pantalones de pana, con el husky azul marino y con los gastados náuticos. Fumar en pipa le parecía una filosofía de vida. Con cada bocanada de humo aportaba algo de sí mismo al mar, al grisáceo cielo. Siempre la llevaba  consigo. La pipa le acompañaba en su sobria y tranquila rutina.
         Su matrimonio con Begoña era muy feliz, disfrutaban de las pequeñas cosas. Gozaban en la vida de un perfecto equilibrio. Hasta que un día Ramón se encontró completamente solo. Fué un duro golpe. Ahora el paisaje se le hacía verdaderamente gris, la humedad del mar le estorbaba. Canceló sus paseos y la pesca, a la que en sus últimos años sólo acudía por placer. Pasaba horas  en el salón de su casa compadeciéndose de sí mismo. Su rutina era vacía, no tenía provecho.
        Un día de invierno salió el sol y decidió salir en su barco. Embarcó, cogió la pipa y se sentó en la proa. El aroma del dulce tabaco y el calor de la cazoleta mezclados con el frescor de la brisa marina y el olor a sal le proporcionó mucha paz. Evocó sus momentos felices junto a Begoña, la echaba mucho de menos, pero no tenía ganas de salir adelante. De pronto el barco zozobró violentamente, tanto que perdió el equilibrio. En el brusco movimiento la pipa se le escapó de los labios y cayó al mar. Ramón comprendió al instante el mensaje de Begoña. Volvió a casa feliz y para comenzar su nueva vida compró una pipa reluciente para dejar sus muelas marcadas en ella. Una nueva compañera de pensamientos, esta vez positivos y proyectados a un futuro solitario pero prometedor. Sería un redescubrimiento de las pequeñas cosas. Una evocación de bellos recuerdos que le empujaran a continuar

      Años después la vieja pipa llegaría con la marea a los pies de una pareja que paseaba. Muy deteriorada, ya sin esmalte pero con las marcas de las muelas intactas, pasaría a decorar un recién estrenado hogar.
      La pipa que cayó al agua con las penas de un hombre, sería testigo de las alegrías de un luminoso nuevo hogar.
         


13 de noviembre de 2012

Pelo bailón.

    Hoy un pequeño homenaje a un rasgo muy característico de mi fisionomía. Mi pelo. Mi alocado, rizado,castaño pelo.
      Hace tiempo leí en un libro ( no recuerdo cuál) una frase con la que estaba de acuerdo: "Tener el pelo rizado es una maldición, y no dejes que nadie te diga lo contrario". Años y años estuve odiando mi pelo. Envidiaba las melena lisas que ondeaban armoniosamente al viento. Esa aversión me esclavizó a no llevar el pelo de otra forma que no fuera recogido en un aburrido y "señorón" moño. Hasta que un día decidí que ya era hora de "soltarse la melena", literalmente. Desde entonces me siento orgullosa de ser portadora de tan abultada melena. Es un signo muy reconocible. ¿Sabes a quién me refiero? ¿La del pelo a lo afro? ¡Si, esa!
     Su mantenimiento es sencillo, no requiere horas y horas frente al espejo, en invierno me protege las orejas del frío, es moldeable, entretiene acariciar los traviesos rizos y si alguien te busca te reconocerá desde la lejanía.
       Me gusta pensar que mi pelo es rizado porque le gusta crecer bailando. Asi que, ¡ que siga bailando!